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Gipuzkoa 1936
REPORTAJES DE AVANZADA
Una mujer lucha por la Libertad y la Justicia en la avanzadilla de la Peña de Aya

A todo se acostumbra uno, hasta ver caer a los hombres.-Cuando yo no sabía lo que era un arma.-El valor de las balas y de las vidas.-Perfil y loa de la joven libertaria
¡Viva la dinamita!-El horror de la guerra

¡VIVA LA DINAMITA!
Se pelea alegremente. Sobre la cumbre de la Peña de aya, envuelta en densa bruma, parece como que el tableteo de los disparos y el silbido de las balas no tienen esa trascendencia trágica de mensaje de muerte. Entre disparo y disparo se interpolan voces de ánimo, gritos de guerra, consignas de lucha. El destacamento ofrece casi una perspectiva pintoresca, que suaviza los perfiles agrios de la contienda.

Guarecidos tras los salientes de las rocas, las milicias populares, distribuídas afinadamente en esta posición de avanzadilla, cubren todo el terreno por donde pudiera merodear el enemigo. Toda la zona facciosa, a la que se han robado tantos metros de frente, está batida por nuestra fusilería y nuestras ametralladoras.

Se dispara con sensatez. Aquí no se desgasta munición. La fuerza real está ya fogueada y curtida, luego de tres semanas de lucha. Tiramos sobre seguro. No sobre fantasmas, ni siqueira contra sombras sino sobre bultos concretos. La consigna es terminante. Hay que procurar, por encima de todo, el siguiente objetivo: cada bala una baja.

Es feroz, ¿verdad? Pero estamos en guerra. Una guerra sin cuartel. Una guerra verdaderamente organiada, con modernos elementos de combate y de destrucción. Balas que destrozan cuerpos y obuses que abren en la tierra verdaderas simas.

-¡Viva la dinamita!

El grito de guerra casi acalla el estampido de los fusiles. De otro picacho, envuelto en la misma bruma que nos rodea a nosotros, otra voz, potente y juvenil, contesta como un eco:
-¡Viva la dinamita!

Y se sigue dando “gusto al dedo”, mientras que, de vez en ev, un “dum-dum” escalofriante se estrella junto a las cabezas.

-¡Canallas! ¡Canallas! -dice uno, junto a mí-. Balas “dum-dum”. ¿Por qué no hacemos nosotros lo mismo?
-Porque ésa es la diferencia que hay entre ellos y nosotros -interviene otro, mientras cambia un “peine” y llena el depósito de su arma-. Si no fuera así, si nosotros fuéramos igual que ellos, no estaríamos ahora en guerra.

Luego, del otro picacho, emerge de nuevo, poderoso, el grito de guerra:
-¡Viva la dinamita!

De la izquierda, en una posición leal, se contesta:
-¡Viva la libertad! ¡Compañeros: No dejéis ni uno! ¡Son los enemigos de la República y de España!


BALAS Y VIDAS.
Y hay, simultáneamente, un tiroteo de balas y un tiroteo de frases. En torno de mí los rostros ofrecen un perfil duro y sonriente a la par. No se concede importancia al peligro. Alguien tiene humor para intercalar una chanza, que hace reír a los demás.
-Ahorrad munición -recomienda uno de ellos, acaso el jefe del grupo-. No merece la pena de gastas balas contra sombras. Cuando se asomen, ¡duro! Esa gente no vale ni el cobre de una bala perdida.

En cualquiera otra circunstancia, esta declaración me hubiera hecho sentir frío en el tuétano. Pero ahora... Cuando se ha sido testigo de acciones vandálicas, cuando el espíritu se ha afilado en la roca dura de tanta barbarie enemiga, cuando se ha visto caer junto a uno bravos luchadores que merecían otra muerte mejor, cuando uno ha sentido la indignación de ver tiroteadas las ambulancias, cuando la facción rebelde ha pisoteado normas que eran sagradas hasta en la guerra, la sensibilidad se ha endurecido y no encuentra reservas para condenar nada que en otra ocasión hubiera sido condenable.

Llega uno a pensar si en esta guerra fratricida que han desatado los eternos enemigos de España, volviendo otra vez contra el pueblo las armas que se le confiaron para su custodia, no es cieto que vale más el cobre de una bala que la vida de un adversario.


UNA MUJER EN LA CUMBRE
Junto a nosotros, el periodista yanqui lo mira todo con sus ojos impasibles y escrutadores. No parece perder un detalle. Indiferente a las balas que silban, se tumba de espaldas sobre la hierba, sonríe al ímpetu optimista y juvenil de las milicias ciudadanas y toma notas, pausadamente, en su “block” de viaje. Pero el audaz coelga, que acude a las mismas fuentes de información, al lugar de los hechos, para servir a sus lectores de América, detiene su mirada con especial curiosidad en esta muchacha de pelo rizoso que serenamente carga y descarga su carabina, apunta con lentitud y dispara sin que se mueva un solo músculo de su cara.

-¡Ah!-exclama, con entusiasmo admirativo-. Es una brava muchacha. Creí que estaba aquí para atender a los heridos o para cuidar de los muchachos. Pero no. ¡Lucha! Lucha como un hombre.


Así es la verdad. Lucha como un hombre. O mejor dicho, con más temple y decisión y serenidad que muchos hombres. He aquí lo que no esperábamos haber visto. A nuestro paso, por los caminos de la retaguardia, los ojos se detuvieron en las ambulancias, donde siempre hay una mujer que presta a los heridos sus amorosos cuidados. Bien sabemos del heroísmo de estas bravas enfermeras, que muchas veces acuden a recoger a nuestros hombres bajo el fuego enemigo, que no respeta ni su sexo ni la sagrada función que cumplen.

Pero hasta ahora no habíamos visto una mujer en los mismos puestos de vanguardia, las más lejanas avanzadillas donde se plantea la lucha con su máxima crudeza y riesgo, como un combatiente entre los combatientes de la ciudadanía.

Su actitud serena y firme parece contagiarse a los demás. ¿Sería posible que un hombre sintiera el miedo junto a la decisión de esta mujer que pone sobre la cumbre más elevda de la Peña de Aya tal ejemplo del heroísmo femenino?


LA JOVEN LIBERTARIA
¿Quién es esta muchacha que necesariamente ha de atraer la atención admirativa de todo aquél que llegue a la avanzada? Maximina Santa María. Apenas ha cumplido los 17 años. Enfundada en unos pantalones de caza, su figura andrógina conserva todo el donaire y esbeltez del sexo. Los labios entreabiertos, la nariz respingona y la mirada tímida de sus ojos pardos, prestan al semblante una dulzura encantadora que contrasta enérgicamente con la dureza y hosquedad del paisaje de guerra.

Aprovechando un paréntesis de la lucha, formamos un grupo, en la parte baja del campamento. Charlamos. El colega yaqui es experto y ducho, y la muchacha no puede evitar las preguntas ni soslayar las respuestas.
-¿Por qué está usted aquí?...
-¡Pshe!... Porque tenía que estar. ¿No luchan también mis compañeros? No había razón para que yo me quedase en casa.
-¿Sabía usted manejar las armas?
-Ahora, sí, claro; a todo se acostumbra uno. Hasta a ver cómo caen los hombres, que es el espectáculo más triste que hay. Pero antes de que esto empezara, yo no había tenido en mis manos ni una detonadora. Ni había intervenido en nada político. Hasta que se sublevaron los militares y los fascistas y se dijo que todo el pueblo debía de alzarse en armas para defender la República democrática. Pedí un arma y aquí estoy.
-Y ahora -interviene uno de los del grupo- es la mejor tiradora de nuestro grupo. Y la más valiente. Es lo mejro del “Grupo de la Dinamita”.
-¿Tienes ideas políticas? -pregunto yo.
-Verás. Yo pertenezco a la juventud libertaria de Pasajes. Las únicas ideas políticas que tengo consisten en esto: libertad y justicia para todos. Yo sé que el fascismo representa todo lo contrario. Por eso lucho contra él.

Todos tenemos tiempo para meditar sobre la altivez espiritual de esta brava muchacha de Trincherpe, que se juega la vida por un ideal. Se ha hecho un silencio absoluto. Los fusiles descansan y las gargantas también. El frene de guerra está bañado por una quietud maravillosa. Tan sólo, de vez en vez, el zumbido agudo y silbante del obús precede al estampido bronco que nos llega del otro lado de nuestras posiciones.
-¿Quieres algo para la ciudad?
-Nada más que una cosa. Que digáis a mi familia, en Trincherpe, que estoy muy bien, que aún vivo... ¡y que no pasarán!...


PANORAMA
Iniciamos el descenso, bañado el cuerpo en una brisa fresca que hace sentir el frío de las cumbres. El periodista americano se detiene, de trecho en trecho, para contemplar el paisaje. Pero no parece que le impresione la pureza de égloga del panorama, sino su aspecto estratégico. Acaso el hombre sea un lírico, pero ha venido aquí como corresponsal de guerra y su retina no se detiene en otras aristas que las puramente bélicas.

Sin embargo, no es fácil sustraerse al encanto de esta maravillosa perspectiva. Desde aquí, Pagogaña tiene todo el encanto sugeridor de un fortín medieval y los mechones blanquísimos de las ovejas parecen flotar, movidos por la brisa, sobre la hierba alta de la verde ladera. A lo lejos, los últimos reflejos del sol poniente, sobre la costa de Francia, manchan con ramalonez de púrpura la línea de azul purísimo del horizonte.

Cuando las crestas de la posición de la avanzadilla se desdibujan ya en los confines de la niebla de la cumbre, la misma voz enérgica que minutos antes sobresalía por entre el tablero de los disparos, nos grita, como un saludo cordial de sespedida:
-¡Viva la dinamita!
-¡Viva la dinamita!

La figura andrógina de la muchacha libertaria de Trincherpe queda ya fija, en el recuerdo de todos, hasta el término de nuestro viaje de regreso. Y sus palabras, manchadas de amargura y de desaliento: “A todo se acostumbra uno. Hasta a ver caer a los hombres, que es el espectáculo más triste que hay”.

Luego al fondo de todas las meditaciones, una afirmación que expresa la realidad bárbara y cruento del momento:

Es la guerra... La guerra, con todos sus horrores, que han provocado otra vez los eternos enemigos de la redención ciudadana.

EL REPORTER DE GUERRA

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